Por: Carlos Raúl Macías López.
Hoy me levanté con ganas de escribir.
Desde hace algunos días tengo varias ideas dándome vueltas en la cabeza pero sobre todo por falta de tiempo, no me había dispuesto a escribir. Los sucesos acaecidos ayer me motivaron, pues no fue un día cualquiera ni en lo personal, ni en lo nacional.
El miércoles 18 de abril de 2018 ha dejado en mi efeméride existencial una huella imborrable.
Exactamente a las 12 y 20 del mediodía, mi querido suegro dejaba de existir después de años de encarnizada lucha contra el cáncer. El hombre, que durante décadas había liderado con dignidad y sacrificios su familia, se había marchado, dejándonos como saldo el dolor por su partida, un espacio insustituible y, sobre todo, una obra inconclusa en lo referente a sueños y aspiraciones.
Simultáneamente, otro hombre ajeno y descalificado totalmente para mí, se marchaba aunque esta vez sin lágrimas y con más anticipación y alivio. Un hombre que del mismo modo había liderado, en este caso, los destinos de toda una nación, y, sin embargo, tal parece que pocos lo van a extrañar, en medio de un escenario que ya venía dibujándose insípido, indefinido, desesperanzado. Es más, su partida, insoportablemente tardía, se concreta cediéndole el espacio a un impopular, distante y pernicioso Miguel.
A uno lo lloro. Al otro no. A uno le agradezco por todos estos años de compañía. Al otro le reprocho el exceso y la ausencia total de mesura, en detrimento de la felicidad de tantos. A uno hubiera deseado tenerlo cerca por más tiempo. Al otro lo repruebo por no haberse ido antes. Uno me inspira admiración y respeto. El otro, irreverencia y desconfianza. A uno lo amo. Al otro, no tanto.
Uno se fue, pero tal parece que se quedó. El otro, se quedó, pero tal parece que se fue.
A uno le digo: «hasta luego viejo». Al otro: «adiós, perfecto desconocido».
Ante Dios, por uno expreso un “gracias”, por el otro, un “ten misericordia”.
La partida de uno deja de luto a una familia anónima de un pueblo olvidado. La del otro deja en la quiebra a una familia grande: Cuba.
Por el padre y esposo diríamos: “te vamos a extrañar”. Por el otro, el capataz, muchos con gusto exclamaríamos al unísono: “¡al fin!”.
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